El guatemalteco José Cáceres tenía 13 años cuando tuvo que esconderse entre un montón de basura y bajo una manta para no ser detenido y poder completar su viaje a EE.UU., un país donde la comunidad hispana trata de recobrar el aliento para enfrentarse a una Presidencia de Donald Trump.
«Mi experiencia me ha enseñado que no hay que rendirse y que por muchos golpes que te pegue la vida hay que seguir adelante», cuenta a Efe Cáceres, de 24 años y que se engloba en el grupo de once millones de inmigrantes indocumentados que Trump ha prometido deportar en cuanto tome posesión como presidente en enero.
Tiene miedo, siente angustia y una gran desesperación, pero dice estar acostumbrado al sabor «agridulce» de la vida.
Cáceres se benefició del plan de Acción Diferida (DACA) que proclamó en 2012 el presidente, Barack Obama, con el fin de frenar la deportación de los jóvenes que llegaron al país de manera irregular cuando eran niños, conocidos como «dreamers» (soñadores) y ante la imposibilidad de aprobar una reforma migratoria.
Esa medida de Obama, de carácter temporal, hizo que miles de jóvenes indocumentados salieran «de las sombras» y se incluyeran de manera voluntaria en una lista. Están identificados por el Gobierno como indocumentados y temen ser los primeros inmigrantes en ser expulsados del país por Trump.
Para Cáceres, eso sería algo «nefasto» porque recuerda muy poco de su Guatemala natal y siente que Estados Unidos es su país: el hogar en el que ha crecido, donde estudia y tiene sus amigos.
En noches difíciles, como esta, se obliga a pensar en el duro camino que él y su hermana pequeña emprendieron a través del desierto y en compañía de unos «coyotes» (traficantes de personas) que en algún momento de la frontera entre México y Guatemala les separaron en dos grupos.
«Me metieron a mí en el grupo de los mayores y a mi hermana, que tenía cinco años, en el de los pequeños», recuerda Cáceres que tardó tres semanas en llegar a las Estados Unidos.
«Fue un viaje traumatizante, recuerdo que en México nos metimos en un tren y tuvimos que escondernos en un vagón. El grupo que íbamos nos metimos entre la basura con una manta de nailon encima para que, si alguien venía, creyera que éramos desechos», narra Cáceres, que ahora vive en el estado de Virginia.
En la capital del país, la mexicana Blanca Gámez de 27 años y residente en Nevada también recuerda su viaje a Estados Unidos para coger aliento frente a lo que se les viene encima.
Ella tenía solo siete meses cuando llegó en brazos de sus tíos a Estados Unidos. A diferencia de sus padres que son indocumentados, sus tíos residían legalmente en territorio estadounidense e hicieron pasar a Blanca como su hija en un momento en el que los controles en las aduanas no eran tan fuertes.
«Siento miedo, tristeza. Mis amigos me han enviado mensajes de texto para disculparse y darme ánimos», cuenta a Efe, que como Cáceres se benefició del programa temporal DACA.
Ella ahora mismo está renovando ese beneficio migratorio, que tiene un límite de dos años, y teme por su situación pero también por la de su madre, que es indocumentada y se habría beneficiado de otras medidas migratorias que proclamó Obama en noviembre de 2014 y que nunca llegaron a entrar en vigor.
La incertidumbre cala en los huesos de los inmigrantes indocumentados y refleja un problema crónico fruto de la falta de nuevas leyes migratorias que podrían proteger a quienes salen de sus países de origen en busca del «sueño americano» y huyendo, en muchos casos, de la violencia y la falta de oportunidades.
Debido a la ausencia de una estrategia clara, las políticas migratorias de Estados Unidos se han guiado durante décadas por una serie de memorandos que pueden cambiar según los vientos políticos y que ahora pueden sumergirse en un torbellino bajo un mandato de Donald Trump.
«El miedo está ahí pero lo más importante es despertarse mañana y ver qué se necesita hacer cambiar esto y seguir luchando», dijo Blanca, que aseguró guardar «esperanza» en un rinconcito de su corazón. EFE